Aviso: acabo de ver La La Land (La ciudad de las estrellas). Y no solo soy carne de musical, sino que además cuando una parte de una peli o un libro me gusta mucho, tiendo a obviar las que no me han gustado nada. Total, que (espero que esto no se considere ya spoiler), con sus muchísimos peros, la película me ha encantado, ¡me ha emocionado!, ¡me ha flipado!
Tanto que he llegado a casa tarareando sin parar y con la intención de escribir un post motivador sobre perseguir los propios sueños, que es de lo que va la película. Algo del tipo: 13 tips para vivir de lo que te gusta o 5 claves para hacer de tu pasión tu vida… Pero es imposible. Me siento una impostora porque ni sé cómo se hace eso, ni tengo claro que yo vaya a conseguirlo alguna vez. ¡Como para aconsejar!
En fin, en todo caso, lo que sí he podido hacer, ya con más calma, es volver a pensar en cómo la vida nos va distanciando de las cosas que nos gustaba hacer de pequeños. Hace tiempo leí que el 99% de los adultos dejaron de dibujar cuando todavía eran niños. Y es curioso, porque precisamente el dibujo es una de nuestras primeras formas de comunicación, de lenguaje; y los niños se pasan bastantes años dibujando sin parar. Hasta que paran.
«Yo no sé dibujar»
¿Qué pasa entonces para que la mayoría de los adultos afirmemos rotundamente no tener ni idea de dibujar? ¿No supimos hacerlo todos durante muchos años? ¿En qué momento se nos empezó a agarrotar la mano y lo dejamos solo para el Pictionary?
Está claro que nuestro sistema educativo prima otro tipo de materias sobre el dibujo o la expresión artística. Pero, más allá de la escuela, y asumiendo que no es algo anecdótico ni mucho menos, la vida también nos moldea y nos va alejando poco a poco de aquello que alguna vez hicimos de manera natural. De aquello que nació con nosotros. De la creatividad.
Yo misma sé cuándo empezó a pasarme. Muchas veces he recordado el día en el que una Clara preadolescente pero muy madurita le anunció solemnemente a su madre que no pensaba volver a escribir. No sería algo definitivo; sólo hasta que empezaran a pasarle cosas interesantes como a los mayores. Los días entonces, supongo, eran demasiado parecidos y yo no tenía palabras para contar lo de siempre de más maneras.
Y me pasaron cosas, claro, un montón de cosas que contar. Pero con ellas vinieron también otras con las que no contaba. El impulso y las ganas de escribir aparecieron infinitas veces a pesar de mi decisión, pero ya siempre acompañados de un poquito de vergüenza, una o varias dosis de preguntas incómodas (y esto para qué lo hago, a quién le importa, qué pensarán de mí los demás…). Y del intruso más pesado de todos: una vez más, el miedo a abrir ciertas puertas que con la edad nos empeñamos en mantener bien cerradas.
Reconectar
Más allá del talento, de si uno es bueno o malo en aquello que le gusta, creo que la creatividad es, sobre todo, una forma de expresión, una manera de comunicarse con el mundo y con uno mismo. De conocerse mejor, de entenderse y de respetarse. Y tengo la impresión de que eso, lo de mirar hacia dentro y expresar los sentimientos, es algo que los adultos estamos muy acostumbrados a menospreciar. A lo mejor por eso se nos da tan mal entender y respetar a los demás. Por eso y porque para algunas cosas los adultos somos muy cobardes.
Decía que no me atrevo a escribir un post de consejos, pero sí hay dos cosas que puedo afirmar:
- Una es lo bien que sienta dejarle su espacio a aquello que nos apasiona. Reconectar con ese yo que llevamos escondido y asumir, simplemente, que viene con nosotros. Que vive con nosotros. Que es nosotros.
Quizá no se trate tanto del cuándo o cómo hacerlo -y en todo caso, con el ritmo de vida laboral y personal que llevamos, la fórmula para eso será única en cada caso-, sino de tomar la firme decisión de no dejar que eso que nos ha gustado siempre y que nos mueve por dentro muera del todo. De asumir que es una necesidad personal a la que tenemos que escuchar. De preguntarnos cuáles son las cosas que hemos ido dejando de hacer con el tiempo. Muchas no podrán retomarse y nos dará igual. Pero seguro que hay alguna a la que duele especialmente no hacer caso.
- La otra es que todos los artistas que conozco, y tengo la suerte de conocer a bastantes, aunque no sean famosos, tienen en común que lo son en todo momento. Que no se separan jamás de aquello que es su arte y siempre tienen a mano un boli, una servilleta, una grabadora o un móvil para hacer una foto o apuntar una idea cuando aparece. Ellos lo han entendido.
Hasta aquí lo que yo he aprendido.
Os dejo con Ray Bradbury, que hace ya unos cuantos años, mucho antes de las tazas con mensaje, lo explicó de esta forma tan bonita en el prólogo de Zen en el arte de escribir. *Cambiad la palabra escribiendo por la que consideréis.
«¿Y qué se aprende escribiendo?, preguntarán ustedes.
Primero y principal, uno recuerda que está vivo y que eso es un privilegio, no un derecho. Una vez que nos han dado la vida, tenemos que ganárnosla. La vida nos favorece animándonos y pide recompensas.
(…)
Segundo, escribir es una forma de supervivencia. Cualquier arte, cualquier trabajo bien hecho, lo es, por supuesto».
O, volviendo a mis tarareos, y a una de las razones por las que me ha emocionado tanto La La Land, este momento de sabiduría comprimida en el que Mia le explica a Sebastian por qué sí tiene que abrir el club de jazz con el que lleva toda la vida soñando:
«La gente querrá ir al club porque a ti te apasiona, y la gente ama aquello que apasiona a otra gente».
Y mira por dónde, aunque esto no iba de tener éxito, quizá nos dé una pista sobre cómo conseguirlo.