Todas las casas

Estaba vacía pero era la misma. El gresite más verde que azul para ella y más azul que verde según su hermano mayor, puntilloso; la forma de riñón, como la describían siempre sus padres en las reuniones con amigos, un cacahuete en su cabeza de niña sin muchas lecciones de anatomía. Ahí estaba, inconfundible: el desconchón en medio, justo en el centro, la cabeza herida de un caballito de mar gigante que ella reconoce incluso desde esta distancia enorme. Desde arriba. Desde un satélite. Desde quince años después y un programa de ordenador que te enseña el mundo sin moverte de la silla y que a ella le parece ciencia ficción. Magia pura.

Era su piscina, eso seguro. Le hizo ilusión encontrarla; y que estuviera seca le hizo preguntarse si los dueños siguientes, una familia clon de la suya pero en tonos rubios y azules, habrían vuelto a vender la casa. Como una de esas investigadoras sexis de las series, aunque menos sexi y con mucha menos destreza, amplió la imagen de la pantalla, y puede ser que fueran solo píxeles lo que vio. O también puede ser que fuera su mochila del cole. La de color amarillo con orejas de Mickey, exactamente esa, apoyada en el portón principal como muchas mañanas la dejaba cuando olvidaba algo dentro en el último momento, justo antes de salir pitando con el desayuno en la mano y el uniforme del colegio todavía a medio abrochar. Esta vez sin embargo la puerta estaba cerrada y las persianas echadas; no parecía quedar prisa ni vida allí. Y ella siguió su camino.

Tardó unos dos minutos en viajar arrastrándose sobre el mapa desde su urbanización de colegiala a las afueras hasta el adosado del centro. Podía haber llegado en unos pocos segundos, bastaba con teclear la dirección exacta en el buscador del programa, pero, qué cosas hace la cabeza, no era capaz de recordarla. De todas maneras no fue difícil dar con el chalé porque formaba parte de una cuadrícula de casas nada usual en aquella zona de la ciudad. Una especie de isla entre torres en la que, para mayor facilidad, resaltaba aún como un faro el neón sobre el tejado de su casa con el nombre de la empresa familiar, que durante unos años ocupó el último piso. SUÁREZ. Qué cosa más rara vivir debajo de un apellido.

Qué raro el coche en la puerta, tan parecido al de su primer novio, o el primero del que se enamoró. Con la ventana en el techo desde la que miraban las estrellas y las constelaciones que él, ahora estaba segura, se inventaba para impresionarla y a través de la que ella, voladora, alcanzaba ahora a ver los asientos de cuero blanco, otra ostentación que no sirvió para que aquello durara más allá de Casiopea y la Osa Mayor.

Nunca se había considerado una persona muy melancólica, no era muy de echar de menos ni de mirar atrás. Quizá a fuerza de mudanzas, o simplemente por una cuestión de carácter, se había aferrado a la idea de que aferrarse a las cosas es tonto, de que lo que fue en un sitio pierde el sentido cuando ese sitio ya no es de uno. Así que lo de volver una por una a todas sus casas anteriores no respondió a ningún asunto pendiente ni premeditado, ni a ninguna voz que le hablara desde el pasado para saldar cuentas, sino a una tarde de máximo sopor en la oficina.

Aún quedaba una, y esa sí que le costó un rato largo localizarla. Casi lo deja por imposible y tuvo que hacer como si limpiara una mota rebelde de la pantalla para que su jefe no le preguntara qué hacía allí tanto rato pegada como una miope. Orientarse en otra ciudad no era tan fácil, claro, pero saltando de una referencia a otra, consiguió dar con la colmena de cuadraditos de colores. Uno de ellos era el piso en el que vivió un año con su madre cuando esta tuvo que aceptar un trabajo casi de la noche a la mañana porque la empresa de su padre, con su padre dentro, se había mudado a otro país y su hermano, puntilloso, a un piso compartido.

Entonces sí que se asustó. El primer impulso fue alejarse de la mesa de un empujón, pero el mismo susto la puso en pie, y estaba a punto de salir corriendo al baño cuando volvió a sentarse, a quedarse petrificada más bien. A cámara lenta, dando toques con un dedo sobre el ratón, fue aplacando el ritmo de sus latidos, la taquicardia, y ampliando la imagen, aunque sabía que no era necesario. Tampoco tenía sentido hacerla más pequeña, ni ponerse las gafas de su compañera miope de verdad, pero aún así probó ambas cosas.

Cerca. Lejos. Lejos. Cerca. Allí estaba. El balcón de baldosas verdes, brillantes. Y su madre. Tan tranquila. Leyendo en la hamaca roja, un íntimo recuerdo de todos los jardines anteriores. Allí estaba, como siempre estaba cuando hacía buen tiempo y no tenía que ir al trabajo, con su moño alto y sus gafas de sol, los pies descalzos sobre la pequeña mesa. Estaba allí, precisamente en este momento, aunque hiciera por lo menos cinco años desde que ambas dejaran ese piso y esa ciudad.

Estaba ahí, ahora mismo, aunque la foto, lo vio en el lateral de la pantalla y lo comprobó en luego en su móvil y en cada pantalla que encontró durante los días siguientes, hubiera sido tomada hacía solo tres meses.

Cinco años después, decía, de que su madre por fin se jubilara en la playa y ella, la detective de oficina, decidiera vivir otra vida, una nueva, en la que no pensaba pararse ni un momento a recordar ninguna de las anteriores. Qué tontería. Qué pérdida de tiempo.

 

 

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